domingo, 3 de enero de 2016

la muerte no me llama por mis pantalones sucios


«...»
Me guardo disculpas en un tarro que jamás abrí. Que nadie jamás leyó, excepto yo. Disculpas por ser yo. Por no saber parar a tiempo, cuando la herida sólo escuece.
Yo me enciendo el cigarrillo y lo apago entre las yagas.  Escribo perdón y me desentiendo.
Me guardo la culpa en el cajón de las braguitas, la revuelvo y hago que se esconda, que no duela. Dejo a remordimientos entre los zapatos, a ver si con un poco de suerte los voy pisando y no tengo que hacerme cargo.
Y sin embargo,
duele.
Así que me pregunto qué es eso que hago tan mal para que nunca nada salga bien. Miro por la ventana y saltar me parece la opción más difícil, porque seguro que echo a volar con tal de joderme la vida. Tú no lo entiendes.
Aprieto los dientes y cierro los puños, con la vaga esperanza de que nadie note que estoy a punto de perder la poca cordura que me queda.
Se humedecen mis ojos y las uñas se me clavan con más fuerza sobre la palma de las manos.
Ni de coña, no aquí, no ahora.
Siento las miradas cada vez más cerca, cada vez más fijas. Arde. Mi paciencia arde.
Miro con desprecio para que se esfumen mis ahora reprimidas lágrimas.
Vete, no quiero verte.
Y el corazón en carne muerta.
Recojo los trocitos por si a caso.
Mírales, si les ves diles que no fue por mi culpa. Que lo tenía todo bajo control pero me tiré al vacío antes de ponerlo en orden.
Esparzo el caos y se encienden las alarmas.
Mis pensamientos se cruzan demasiado rápido y no me da tiempo a manejarlos todos. Poner el punto y final. Sacar a conclusión y ponerla sobre la mesa, junto a prioridades.
En cambio, lo que hago es cerrar la puerta.
A lo lejos, la solución más práctica.
Un whisky con hielos, por favor.
Definitivamente,
hay gente que no está hecha para la vida.